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De algoritmos y radicalización del pensamiento

Foto del escritor: María Laura GarcíaMaría Laura García

Actualizado: 25 jun 2020

Desde la llegada de internet, la información disponible en medios digitales creció de forma exponencial y con la irrupción de la Web 2.0 la conversación se multiplicó en redes sociales.

La difusión de información falsa encontró las facilidades técnicas para circular a ritmos inesperados, generando nuevos términos para analizarlos, como fake news, deepfakes o infoxication.

En una nueva economía de la atención, las tradicionales marcas periodísticas enfrentan varios desafíos: la pérdida de la credibilidad, el exceso de información y la implementación de la inteligencia artificial en las redacciones, por no mencionar la crisis de sus tradicionales fuentes de financiamiento: los anunciantes y las suscripciones.

En este nuevo escenario los medios fueron los primeros afectados en esta primera ola digital, porque comenzaron a ver cómo los grandes anunciantes, principal fuente de ingresos hasta entonces, mudaban sus presupuestos hacia plataformas online de publicidad. Conseguir pageviews se volvió prioritario, en desmedro de la calidad periodística y de los editores que funcionaban como gatekeepers, lo que empujó a disminuir los costos y tiempos que insume la generación de noticias válidas.

Luego, sin dar descanso el mundo digital abrió otra dimensión: la de las redes sociales, dando voz a cada usuario con un potencial ilimitado de alcance, que sólo dependía de su capacidad para generar interés a partir de la forma en que expusiera sus contenidos u opiniones.

Las redes también comenzaron a funcionar como herramientas de extracción de datos, posibilitando el conocimiento de hábitos de consumo y preferencias de sus propios usuarios, y propiciando una micro targetización de la pauta publicitaria, cambiando la relación entre las noticias, los anuncios y los usuarios.

Pero también, convirtiéndose en una nueva forma de democratización de la comunicación, de interacción entre actores al derribar otras barreras: el feedback directo, la interacción, el acceso al poder y la capacidad de generar contenidos y noticias a cualquier ciudadano. Ahora, todos “somos periodistas” y opinamos en las redes sociales de una forma u otra. Las redes, que nos hacen sentir parte de una gran comunidad y ampliar nuestros vínculos sin límite, también nos llevan a creer que nos ofrecen información diversa. Pero, en redes sociales, aunque parezca que haya diversidad, esto no ocurre realmente, ya que los algoritmos están construidos para mostrarnos posteos, fotos, noticias y hasta otros usuarios, siempre que puedan ser de nuestro agrado.

Es cierto que con el panorama de los medios tradicionales elegíamos subconscientemente a medios afines, porque validaban nuestros prejuicios e ideas, pero en el panorama digital los algoritmos pueden detectar tan eficazmente lo que pensamos y es afín a nosotros, que las noticias nos eligen a nosotros. A este fenómeno se le denomina la noticia incidental. Hoy, se valida en las redes por volumen e inconscientemente. Una misma opinión se lee infinidad de veces generada por usuarios individuales y hasta bots y esto la vuelve más verosímil. Hay una tendencia natural a creer más en las noticias que validan nuestros conocidos, aunque simplemente sean los transmisores de una información que no generaron ni tampoco chequearon como veraz.

El problema que se crea es la radicalización del pensamiento. Porque, como solo escucho y valido una forma de pensar, no la amplío, no la cuestiono y entonces se exacerba una forma de pensamiento que a su vez promueve la intolerancia. Siendo la tolerancia el principio básico de la coexistencia democrática.

Hay algo claro entre la satisfacción y el estrés por la información: la imposibilidad de sentirnos plenamente informados, por lo que preferimos el contenido superficial y tenemos poca paciencia para el contenido verdadero, de análisis más elaborado. Pero el buen periodismo lleva tiempo.

Y así llegamos a la era de la post–verdad, donde el relato está por encima de los hechos, consecuencia de la banalización del contenido, la pérdida del valor profesional del periodismo, la creencia de que cada contenido puede valer la pena y la mimetización de la información con el entretenimiento y el volumen con la validación.



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